Paso a menudo por la carrera de San Jerónimo, en Madrid, caminando por la acera opuesta a las Cortes y a veces coincido con la salida de los diputados del Congreso. Hay coches oficiales con sus conductores y escoltas, periodistas dando los últimos canutazos junto a la verja y un tropel de individuos de ambos sexos, encorbatados ellos y peripuestas ellas, saliendo del recinto con los aires que pueden ustedes imaginar. No identifico a casi ninguno ya que apenas veo los telediarios; pero al pájaro se le conoce por la cagada.
Van pavoneándose graves, importantes, seguros de su papel en los destinos de España, camino del coche o del restaurante donde seguirán trazando líneas maestras de la política nacional y periférica. No pocos salen arrogantes y sobrados como estrellas de la tele, con trajes a medida, zapatos caros y maneras afectadas de nuevos ricos. Oportunistas advenedizos que cada mañana se miran al espejo para comprobar que están despiertos y celebrar su buena suerte.
Diputados, nada menos. Sin tener, algunos, el bachillerato. Ni haber trabajado en su vida. Desconociendo lo que es madrugar para fichar a las nueve de la mañana, o buscar curro fuera de la protección del partido político al que se afiliaron sabiamente desde jovencitos.
Sin miedo a la cola del paro.
Sin escrúpulos y sin vergüenza.
Y en cada ocasión, cuando me cruzo con ese desfile insultante, con ese espectáculo de prepotencia absurda, experimento un intenso desagrado; un malestar íntimo, hecho de indignación y desprecio. No es un acto reflexivo, como digo. Sólo visceral. Desprovisto de razón. Un estallido de cólera interior. Las ganas de acercarme a cualquiera de ellos y ciscarme en su puta madre.
Sé que esto es excesivo. Que siempre hay justos en Sodoma. Gente honrada. Políticos decentes cuya existencia es necesaria. No digo que no. Pero hablo hoy de sentimientos, no de razones. De impulsos. Yo no elijo cómo me siento. Pero algo debe de ocurrir, sin embargo, cuando a un ciudadano de 36 años y en uso correcto de sus facultades mentales, con la vida resuelta, cultura adecuada, inteligencia media y conocimiento amplio y razonable del mundo, se le sube la pólvora al campanario mientras asiste al desfile de los diputados españoles saliendo de las Cortes. Cuando la náusea y la cólera son tan intensas. Y esto es así porque las noticias que me llegan de Cartagena dan pavor.
Ocurre en la milenaria ciudad que a una escuela de danza le han negado unas instalaciones públicas para realizar el festival de fin de curso. Y estoy hablando del Auditorio Municipal del Parque Torres. Parado casi todo el año, inutilizado, pero eso si: mantenido y reformado con el dinero de los cartageneros. Y la indignación se me sube dos tonos cuando me entero que siempre se le niega a la misma institución y de forma reiterativa, la Escuela de Danza de Carmen Baños. He tocado en varias ocasiones la guitarra en dicha escuela, puede tener unos 300 alumnos, y este año, como los anteriores, se quedan sin concierto o festival de fin de curso. Es un festival sin ánimo de lucro, es ese tipo de actuaciones que hacen grandes a los más pequeños, donde el público está cargado de familiares y amigos con las cámaras de video preparadas, y donde los nervios de los estudiantes se agudizan ante el examen de los artistas: el escenario. En una ocasión le pregunté a una adolescente que bailaba como los ángeles, el tiempo que llevaba estudiando dicho arte: «Quince años» – me contestó. Toda una vida. Me estoy acordando de ella ahora. Malditos sean estos politicos.
En Cartagena, el músico no toca, bailador no baila y el pintor no pinta. Luego se preguntarán porque pinta tan poco una región con tan alta cuna de talento en el escenario nacional.
De cualquier modo, por hoy es suficiente. Tenía ganas de echar la pota, eso es todo. De desahogarme dándole a la tecla, y es lo que he hecho. Otro día seré más coherente. Más razonable y objetivo. Quizás.
Ahora, por lo menos, mientras camino por la carrera de San Jerónimo, algunos sabrán lo que tengo en la cabeza cuando me cruzo con ellos.
Y desde luego, al Festival de la Mar de Músicas en Cartagena, este año, no pienso ir.
César Balbín